sábado, 31 de diciembre de 2016

El tranvía de Avilés







Los habitantes (menguantes, también ellos) de este reino cuyas crónicas escribo han sentido, desde siempre, por algún atavismo que no alcanzo a comprender, una especial simpatía hacia la gente que viene a secarse desde Asturias.

Asturias es ese otro reino primigenio donde fuimos lo que somos cuando, como dije, los osos andaban por los montes acechando y dejándose acechar por reyes y señores.

De Asturias nos vino el Roxu Xoan de Cova, con alma de niño y hechuras de Conde de Bocamar, recién estrenado el traje y la apariencia que quería vestir de grande. Desde entonces, que ya hace, ha ido sembrando en estos praos la vida, la esperanza y algunas historias de mujeres y magnolios. Y en momentos de murria y confianza le habló al cronista de Cova y de esta historia jugosa de mozas y tranvías.

Pues la cosa es que, por entonces, cuando Avilés era todavía una ciudad tranquila y señorial, cuando aún no se habían ennegrecido pulmones y placentas con los humos de ENSIDESA, cuando sólo la habitaban “los de siempre”, pues que aún no había “coreanos”, cuando los indianos construyeron sus villas con palmeras en la Calle de la Cámara, en la Plaza de las Aceñas, en la Calle de San Francisco, en la “colonia” de Villalegre; por entonces, cuando empezó en aquellas tierras “lo moderno”, la “Compañía del Tranvía Eléctrico de Avilés” abrió la línea de “Avilés a Salinas y viceversa”.

Aquello alivió enormemente las largas tardes de domingos en Agosto, repartidas entre siestas silenciosas, aguantando la calora y paseos rutinarios por las calles de Galiana y de Rivero.

Era un viaje pausado, flanqueando la carretera de la ría, los pinares, la línea de la costa y algunas casas de indianos. Suficiente. Hasta los confines de aquello tan cercano.

Cova y Leo tomaron el tranvía alguno de aquellos domingos del Agosto y se enfrascaron en una larga y cómplice retahíla de susurros y sonrisas amagadas. Pequeñas confidencias y secretos de dos mozas casaderas, que parece que se hacen más abiertas cuando cambia el paisaje y se evitan las miradas más cercanas.
Y así llegaron a Salinas y el tranviario, tocando la campana las avisó que debían apearse, que aquello era el final del viaje.

Y fue entonces cuando Cova le dijo solemnemente aquello que quedó como herencia familiar:

- “No, no, perdone. Nosotras vamos a viceversa”.

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