miércoles, 28 de febrero de 2018

El rugido del león





Que no quiero yo, que no, apropiarme de méritos ajenos, pero el oficio este mío de cuentero, de ganarse el pan y los torreznos contando historias y chascarrillos por las cocinas de los pueblos, provoca la cosa de que uno ya no sepa quién fue el autor primero de una historia de esas que siempre pide ser contada.

La versión que yo recuerdo y que me gusta repetir viene a decir que en el casino de un pueblo (llámalo si te apetece Tarascón) los socios pasaron las largas veladas de un invierno interminable discutiendo cómo se produce el rugido del león.

Y lo que parecía una cuestión de poca monta resultó ser motivo de un encendido debate entre bandos enfrentados y dispuestos a una cruzada sangrienta y permanente.

Que hubo quien defendía que el rugido se producía por medio de una violenta expulsión de aire debidamente modulado en la garganta de la fiera (don Dacio, el boticario, fue el que consiguió una asombrosa imitación del rugido, como ejemplo), mientras que  el bando oponente sostenía, con igual entusiasmo y no menos pasión, que el fenómeno se producía por la aspiración igualmente violenta, como ocurre con el caso del ronquido (Herminio, el carnicero, no se quedó atrás en su inmejorable imitación).

No parecía haber forma de conciliar posiciones tan opuestas hasta que la casualidad hizo que , por las fiestas de la Pascua, viniera a la villa un circo con elefantes, trapecistas y domadores de leones.

Parecía aquella una ocasión pintiparada para poner fin al debate.

De modo que los dos bandos contendientes se pusieron de acuerdo para acudir a la jaula del león y poner fin a la disputa.

Acudieron pues a la carpa del Gran Circo de Hungría, instalada en el recinto de la feria, los miembros de ambos bandos, presididos por el Presidente y la Junta Directiva del casino.

Era un momento de gran expectación, como se puede suponer.  Reprimiendo la ansiedad y después de algún bastonazo del Presidente a las reglas de la jaula, con la solemnidad de quien oficia un complicado ritual, el viejo león espantó la modorra de su sueño permanente y premió a la concurrencia con un rugido contundente, aunque algo desganado (mucho peor, si me obligan a decirlo, que aquellas imitaciones de los socios del casino).

No tengo intención de desvelar cuál fue el bando ganador, que respiró satisfecho, mientras el bando perdedor recriminaba al león a grandes voces:

                                                             -¡¡Así no se ruge, león!!

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